
-Me duele la garganta y tengo los ganglios inflamados.
No sabía cómo resonarían sus palabras en mi. Se me cambió la cara, me puse pálido.
-Te pasa algo?
yo lo negué, moví la cabeza de un lado a otro y le serví la cena.
Aquella noche no quise tocarle, pensé que le había hecho daño, un daño irreparable cuya herida en mí sería eterna y dolorosa.
Pensar que podría haberle hecho daño.
No pude dormir apenas. Escuchaba su voz en sueños que no sé si eran los suyos o los míos. Otras veces despierto, seguía su silueta con mi mirada, acariciándolo así sin tocarle, sin rozarle, sin temor a más contagios.
El día siguiente se levantó con copos de nieve que lo rodeaban y con un interrogante.
-Estás bien?
yo decía, sí, sí, para que no me mirara a los ojos y así poder evitar mi vergüenza. Lloré desde el mismo momento en que salió de casa. Mojé mis puños y mis ojos estuvieron rojos, rojo sangre todo el tiempo, cada segundo.
Quedamos para hablar, para vernos.
-Tengo muchas ganas de verte. Seguro que estás bien?
Claro que sí, yo también quiero que nos veamos, no sé cómo hacerlo, tengo que contárselo.
Estaba lloviendo las últimas gotas de la noche cuando llegamos a la plaza donde le hice parar ya que no quería hablar de ello en un bar. Prefería que fuese libre de marcharse, o de gritarme, o de llorar, o de abrazarme, o de confesar a su vez algo inconfesable.
- Ahora soy yo quien habla. Tengo que contarte algo que no le he contado antes a nadie ya que vivo una situación muy nueva para mí y eres la primera persona que se cruza de verdad en mi camino desde entonces. Siento todo este drama pero llevo llorando todo el día y me aterroriza contártelo pero no creo que sea justo ocultar cosas, ocultártelas a ti. Dios, lo peor que llevo de todo esto que me está sucediendo es la sensación continua de mentir. Esa mentira constante que multiplica, suma, resta, divide todo haciendo que las cantidades cambien continuamente y yo no sepa ya qué siento ni qué sentir. Soy seropositivo.